Hace muchos años, cuando era una niñita , solía salir los domingos a caminar junto a mi padre. La verdad, no recuerdo cada uno de esos días, pero sí recuerdo uno en especial. Fue un día igual a todos, con la única diferencia de que en un momento determinado reparé en las manos de mi padre. En aquel tiempo yo tendría unos cuatro o cinco años y me sorprendió lo exageradamente grandes que se veían sus manos a la par de mi manita, que debido a su pequeñez sujetaba uno de sus dedos, en lugar de una de sus manos.
Vi aquella mano enorme (por lo menos en aquel tiempo así me lo parecía) y, aunque parezca imposible de creer, en aquel momento supe que recordaría ese día para siempre. Que recordaría esa mano protectora, esa mano firme, y suave a la vez, que protegía mi infancia y la guiaba pacientemente. Supe, aunque apenas era una niña, que ese instante de raciocionio precoz que nubló mi conciencia sería recordado por siempre, para siempre, por el resto de mi vida. Aún recuerdo ese día... y estoy segura de que lo seguiré atesorando.
Vi aquella mano enorme (por lo menos en aquel tiempo así me lo parecía) y, aunque parezca imposible de creer, en aquel momento supe que recordaría ese día para siempre. Que recordaría esa mano protectora, esa mano firme, y suave a la vez, que protegía mi infancia y la guiaba pacientemente. Supe, aunque apenas era una niña, que ese instante de raciocionio precoz que nubló mi conciencia sería recordado por siempre, para siempre, por el resto de mi vida. Aún recuerdo ese día... y estoy segura de que lo seguiré atesorando.
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